Coleccionista de virtudes en lo principal, Hitchcock no pudo evitar un
pequeño defecto en lo secundario. Y ni aún así se le puede echar en
cara, en tanto que provenía del exterior. Concretamente, del sistema de
Hollywood.
Este defecto no es otro que el cliché moral.
El maestro ya lo había padecido en dos películas anteriores a ésta. Los efectos de este incómodo invitado suelen convertir al film en previsible, pero aquéllos son más graves cuando afectan al valor dramático y la profundidad semántica de la película.
“Extraños en un tren”, con su potente imaginación visual y un primer tercio brillante, no pudo evitar su molesta incidencia. Guy, en la novela original, es efectivamente culpable: sucumbe a la presión y comete el asesinato. Toda la carga semántica y tensional del libro se basaba en este hecho: cualquier hombre es un asesino potencial, el dilema moral del egoísmo contra los principios, la circustancia arrebatadora de la máscara. Lo que el prota se encuentra en el tren son sus monstruos llamando a la puerta.
Guy, en la película, no sólo no es un asesino, sino que es un héroe: acude en ayuda del padre de Bruno. El tormento interior se cambia por simple sufrimiento debido a la presión externa, al no permitir que Granger fuese un criminal. En el film, Guy es un santiño y esto reduce ligeramente el interés. Es curioso comprobar cómo incluso la calidad de las escenas es mayor en la parte fiel a la novela: no hay más que comparar la escena inicial o la memorable persecución por el parque con la escena final o la del partido de tenis.
Magnífica cinta de Alfred Hitchcock, sin llegar al nivel de obra maestra como otras de sus muchas películas. “Extraños en un tren” adaptación de una novela de Patricia Highsmith, está basada en la idea de un crimen sin móviles, sencillamente un crimen perfecto: dos desconocidos acuerdan asesinar cada uno al enemigo del otro y así proporcionarse una coartada infalible.
Guy (Farley Granger) tenista famoso, coincide en un viaje en tren con Bruno (Robert Walker, el cual realiza una actuación portentosa) alcohólico, con problemas edípicos, narcisista y homosexual latente, éste último conoce al dedillo la vida del tenista por las revistas, sabiendo así que desea divorciarse de su mujer infiel y poder casarse con la hija de un senador, para lo que le propone un plan a simple vista perfecto: intercambiar los papeles. Bruno liquidará a la mujer de Guy, y éste hará lo mismo con el padre de Bruno, al que odia, y poder quedarse con la herencia. Y aunque Guy rechaza tan absurdo plan e intenta olvidarlo, Bruno realiza su parte con verdadera sangre fría, y le reclama al horrorizado Guy que cumpla con el suyo.
Hitchcock, maestro del suspense, aquí lo es más por la técnica narrativa. En esta cinta el maestro Hitchcock vuelve a uno de sus temas preferidos: el hombre inocente acusado de un crimen que no ha cometido y el ciudadano aparentemente modélico tras el que se esconde un asesino. La originalidad de la película reside en que el inocente no es perseguido por la policía, sino por el verdadero asesino. El maestro nos recuerda que cualquier cosa de la vida cotidiana puede causarte graves problemas o incluso la muerte: Una ducha, una canción, un pájaro o, en este caso, un desconocido que se sienta a tu lado en un tren.
El ritmo del film no es siempre constante, y se nota mucho más cuando no tenemos en escena a Robert Walker, verdadero artífice de todas las escenas míticas de la película, que las hay. En resumen un film que se deja ver muy gratamente y del que debemos hacer notar la excelente fotografía de Robert Burks.
Este defecto no es otro que el cliché moral.
El maestro ya lo había padecido en dos películas anteriores a ésta. Los efectos de este incómodo invitado suelen convertir al film en previsible, pero aquéllos son más graves cuando afectan al valor dramático y la profundidad semántica de la película.
“Extraños en un tren”, con su potente imaginación visual y un primer tercio brillante, no pudo evitar su molesta incidencia. Guy, en la novela original, es efectivamente culpable: sucumbe a la presión y comete el asesinato. Toda la carga semántica y tensional del libro se basaba en este hecho: cualquier hombre es un asesino potencial, el dilema moral del egoísmo contra los principios, la circustancia arrebatadora de la máscara. Lo que el prota se encuentra en el tren son sus monstruos llamando a la puerta.
Guy, en la película, no sólo no es un asesino, sino que es un héroe: acude en ayuda del padre de Bruno. El tormento interior se cambia por simple sufrimiento debido a la presión externa, al no permitir que Granger fuese un criminal. En el film, Guy es un santiño y esto reduce ligeramente el interés. Es curioso comprobar cómo incluso la calidad de las escenas es mayor en la parte fiel a la novela: no hay más que comparar la escena inicial o la memorable persecución por el parque con la escena final o la del partido de tenis.
Magnífica cinta de Alfred Hitchcock, sin llegar al nivel de obra maestra como otras de sus muchas películas. “Extraños en un tren” adaptación de una novela de Patricia Highsmith, está basada en la idea de un crimen sin móviles, sencillamente un crimen perfecto: dos desconocidos acuerdan asesinar cada uno al enemigo del otro y así proporcionarse una coartada infalible.
Guy (Farley Granger) tenista famoso, coincide en un viaje en tren con Bruno (Robert Walker, el cual realiza una actuación portentosa) alcohólico, con problemas edípicos, narcisista y homosexual latente, éste último conoce al dedillo la vida del tenista por las revistas, sabiendo así que desea divorciarse de su mujer infiel y poder casarse con la hija de un senador, para lo que le propone un plan a simple vista perfecto: intercambiar los papeles. Bruno liquidará a la mujer de Guy, y éste hará lo mismo con el padre de Bruno, al que odia, y poder quedarse con la herencia. Y aunque Guy rechaza tan absurdo plan e intenta olvidarlo, Bruno realiza su parte con verdadera sangre fría, y le reclama al horrorizado Guy que cumpla con el suyo.
Hitchcock, maestro del suspense, aquí lo es más por la técnica narrativa. En esta cinta el maestro Hitchcock vuelve a uno de sus temas preferidos: el hombre inocente acusado de un crimen que no ha cometido y el ciudadano aparentemente modélico tras el que se esconde un asesino. La originalidad de la película reside en que el inocente no es perseguido por la policía, sino por el verdadero asesino. El maestro nos recuerda que cualquier cosa de la vida cotidiana puede causarte graves problemas o incluso la muerte: Una ducha, una canción, un pájaro o, en este caso, un desconocido que se sienta a tu lado en un tren.
El ritmo del film no es siempre constante, y se nota mucho más cuando no tenemos en escena a Robert Walker, verdadero artífice de todas las escenas míticas de la película, que las hay. En resumen un film que se deja ver muy gratamente y del que debemos hacer notar la excelente fotografía de Robert Burks.
TÍTULO ORIGINAL | Strangers on a Train |
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AÑO | 1951 |
DIRECTOR | Alfred Hitchcock |
GUIÓN | Raymond Chandler & Czenzi Ormonde (Novela: Patricia Highsmith) |
MÚSICA | Dimitri Tiomkin |
FOTOGRAFÍA | Robert Burks (B&W) |
REPARTO | Farley Granger, Ruth Roman, Robert Walker, Leo G. Carroll, Patricia Hitchcock, Howard St. John, Laura Elliott, Marion Lorne |
PRODUCTORA | Warner Bros |
PREMIOS | 1951: Nominada al Oscar: Mejor fotografía (Blanco & Negro) |
SINOPSIS | Inspirada en la novela homónima de Patricia Higsmith. Durante un viaje en tren, Guy, un joven campeón de tenis (Farley Granger), es abordado por Bruno (Walker), un joven que conoce su vida y milagros a través de la prensa y que, inesperadamente, le propone un doble asesinato, pero intercambiando las víctimas con el fin de garantizarse recíprocamente la impunidad. Así podrían resolver sus respectivos problemas: él suprimiría a la mujer de Guy (que no quiere concederle el divorcio) y, a cambio, Guy debería asesinar al padre de Bruno para que éste pudiera heredar una gran fortuna y vivir a su aire. |
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